Era una noche calurosa, no podía pegar ojo, así que se metió en la ducha. El agua plateada caía en forma de lluvia sobre su cuerpo. Las gotas resbalaban por su piel llevándose el salitre del sudor y refrescándola, liberándole de aquel calor pegajoso y nocturno. Entonces, se vio inundado por una oleada de vívidos recuerdos.
Aquella noche del verano del 2011 se había vuelto tibia. Los cuerpos alegres por la fiesta, el kalimotxo y el gin-tonic transformaban el aire en un gas afrodisíaco que estimulaban los sentidos, haciéndolo todo más intenso. Sus amigos les habían presentado en un bar de Bilbao La Vieja y los bailes y la conversación fueron inflamando los ánimos y los movimientos. “Me llamo Jorge”, le había dicho al oído para que pudiera escucharle entre el estruendo de la música dance. Este acercamiento le permitió percibir aquel olor dulce y chispeante a juventud y novedad: un cálido escalofrío le subió por la espalda. Supo, al momento, que deseaba aquel hombre. Pronto supo también, que la química había surgido en ambos sentidos.
Las miradas, las risas tras un comentario picante, un roce “ingenuo” en la mano o en otra parte de la anatomía cuando Unai pedía en la barra un katxi más. Había conexión entre los dos. Solo existían ellos dos… O a lo sumo otra pareja que se comía a besos en el podio. Aquella estatua viva que se movía en torno al eje de deseo y fuego nocturno les animaba a imaginarse juntos, desnudos, disfrutando de la carne del otro. Sin embargo, en su baile, Unai y Jorge no llegaron a tocarse, como si de dos cuerpos celestes bajo el influjo de la ley de atracción universal se tratase: bromeaban acercándose y alejándose, siguiendo la melodía y el ritmo de la música estridente y cómplice. Sin tocarse. Aquel excitante juego duró varios bailes y copas. Fue sin planearlo, cuando más vibraban sus gargantas entonando los temas más ochenteros que sonaban sin descanso en aquella pista de baile, cuando su bocas se encontraron. La humedad, la suavidad de los labios, la lengua impetuosa y curiosa…
Regresó a su ducha en su hogar. Habían pasado ya seis años del que era su único escarceo en la noche bilbaína. Se había prendado fugaz y ardientemente de aquel moreno de ojos verdes. El color de su mirada le trajo a la memoria el paseo que dio por la ría, glauca y aparentemente quieta. Era la luz rojiza del atardecer quien tornaba de aquel color aquellas aguas que al principio entraban con bravura desde el mar y se introducían lenta pero vigorosamente en la villa, creando ondulaciones plateadas, como esquirlas de acero que parecían llevar la contraria al desnivel natural. Era en la desembocadura donde el agua salada se encontraba con el agua dulce creándose dos fases que remontaban la ría hasta fundirse en una masa turbia y verdosa…
Se sintió extrañamente turbado por aquellos recuerdos, aquel combate silencioso y continuo entre el agua salobre que subía desde el mar y el agua que nacía en las montañas. Un encuentro constante y maravilloso entre dos mundos, y que, sin embargo, acontecía ignorado cada día. Hasta aquel momento, en su cuarto de baño, no había vuelto a pensar en aquellas vacaciones o no se lo había permitido. Quizás también quería ignorar la lucha que se libraba en su interior. Sus músculos se tensaron. La lluvia plateada los golpeaba intensamente, torneándolos delicadamente. Aquella estimulante sensación le sumergió en un sopor de deseo al mismo tiempo que se mezclaba con los recuerdos de la lejana y caliente noche del verano que pasó en Bilbao. Escenificó de nuevo aquella noche de pasión para sí solo. Comenzó suavemente, dejándose acariciar por el agua, recorriéndose por el mapa de su piel. Poco a poco, aquel río de sensaciones fue tomando fuerza y vigor a medida que discurría por el cauce de placer que era su cuerpo. Los dedos ágiles en unas zonas, lentos y concienzudos en otras. Recovecos, sudor, saliva, salitre. Ahora él se fundía con la fogosa noche bilbaína en su mente, la figura de su amante nocturno se introdujo en su fantasía, cual afluente que añade más agua y agitación. El encuentro de dos corrientes en movimiento: primero, arremolinándose en un baile frenético para, finalmente, acompasarse sus ritmos. Suspiros inaudibles al principio, jadeos incontrolados después, y… Fusión en oscuras aguas hambrientas de sudor y sedientas de carne.
Olas de magma incandescente fluyendo por sus cuerpos y sus gargantas:
abrasándolos,
arrasándolos,
arrastrándolos…
Y así, ardiendo desbocados, desembocaron en una playa de piel fina, templada y sosegada, donde el sol del placer mecía sus cuerpos aún enredados tras aquella batalla fluvial.
Estibaliz Etxebarria