Al despertar esa mañana notó algo raro, como una sensación de vacío, un hormigueo que le subía desde las tripas. Abrió los ojos poco a poco, barriendo la habitación en penumbra hasta llegar al despertador, situado a su derecha, que parpadeaba en la hora de siempre. Cuando el despertador sonó por segunda vez, la sensación permanecía ahí, bajo las mantas, pegada a su piel desnuda. Un vistazo a través de las legañas confirmó que lo que sea que le inquietaba no había parado el tiempo. Decidió seguir ignorando la realidad, actividad en la que empezaba a ser una experta, y cerró los ojos con obstinación. Y por tercera vez sonó el despertador, acompañado, en esta ocasión, por un murmullo impaciente desde el otro lado de la cama. Como que no quiere la cosa, ignorando las protestas, se pegó al cuerpo caliente y desnudo, acarició despacio las curvas que lo contorneaban y aspirando el aroma que emanaba de la piel comprendió, al fin, que esa mujer que dormía a su lado era la culpable del hormigueo que sentía. Y sonrió, dejando que la punta húmeda de su lengua se asomara tímidamente a través de los labios entreabiertos.
La vida había sido generosa con Mar. Tocada por una varita mágica pero sin estridencias, más atractiva que guapa, era inteligente y exuberante. En realidad se llamaba Marcela, aunque hacía mucho que había decidido apocopar su nombre y su carácter, buscando un anonimato que se le resistía. Tenía una de esas miradas que despierta amor y lujuria a partes iguales y una sonrisa capaz de abrir cualquier puerta, lo que no impedía que prefiriera hurtar sus ojos tras unas sempiternas gafas de sol y reservara sus mejores sonrisas para algunos escogidos. Terminó en Bilbao por amor, escapando de un pueblo que le quedaba pequeño, y en una ironía del destino, acabó en un barrio de esos que son como un pueblo grande, donde todo el mundo se conoce y se saluda por la calle.
Se conocían de vista, del barrio, de encontrarse por las calles del Casco Viejo, cada una a lo suyo. Se habían cruzado durante años sin prestarse más atención que la mirada cortés reservada a los vecinos. Dolores, a quienes todos llamaban Lola, poseía esa capacidad de ir repartiendo sonrisas y amabilidad por doquier, como si supiera algo que los demás ignoraban, como si quisiera cambiar el mundo a fuerza de sonreír. Era de esas personas que no tiene sombra, cuya luz interior brilla tanto que no habría sol lo bastante fuerte para contrarrestarla. Cálida, casi mullida, siempre una palabra amable en la boca, siempre queriendo ayudar, multiplicaba su tiempo entre tanta gente que daba la impresión de tener un doble, o como los santos de antes, de poder estar en más de un sitio a la vez.
Abrazada al cuerpo de Lola, nutriéndose de su calor, Mar recordaba la primera vez que estuvieron juntas. Aquella noche habían quedado como casi todas durante los últimos meses. Un poco por azar habían descubierto que tenían intereses y aficiones comunes, que les gustaba pasar tiempo juntas y que los cafés podían estirarse hasta incluir comida, cena, paseo y lo que fuera necesario con tal de alargar un poco más la velada. Cuando nunca te has sentido atraída por una mujer puede resultar desconcertante notar miradas o insinuaciones, y Mar se esforzó por no ver el deseo en los ojos de Lola e ignoró el suyo propio, que ya campaba a sus anchas lanzando mordiscos a su entrepierna. Miró para otro lado hasta que se dio de bruces con la realidad, y como un adolescente descubriendo el sexo, buceó en el cuerpo de Lola buscando una respuesta que siempre había estado ahí. Mar, que se había enamorado más veces de las que podía recordar y no perdía la esperanza de volver a hacerlo, no terminaba de creerse la suerte que tenía.
Mientras le cosquilleaba en la nariz el aroma de Lola, Mar pensaba que abrazar a una mujer es abrazar la ternura, que todo en ellas invita a la caricia. Están hechas de curvas, de recovecos misteriosos y acogedores, de suavidad. Puedes recorrerlas con el dedo trazando una sola línea y cada pocos centímetros sonará un suspiro. Puedes sustituir el dedo por la lengua y todo el cuerpo cambia, los suspiros se tornan jadeos, el movimiento es más ondulante. Mar se había rendido a la evidencia de que amar a una mujer es amar el deseo.
Esa primera noche estuvo llena de descubrimientos, los gustos de la otra, los gustos propios. Mar había escuchado a los hombres decir que cada mujer es un mundo y, con Lola, tuvo el placer de comprobar que sí, que la anatomía sería compartida, pero hasta ahí llegaban las similitudes. Y aunque ni Lola ni ella supieran muy bien cómo se supone que había que hacerlo, fue muy fácil encontrar el camino, bastó con seguir el rastro que dejaban los gemidos en el aire.
Se sintió cono una intrusa la primera vez que acarició un pecho que no era suyo, como si su mano recordara haber tocado algo así antes, pero no exactamente eso ni de esa manera. Mar tenía dos iguales que los de Lola pero a escala reducida. Sabía bien que la sensibilidad se esconde en el pezón y que estrujar una teta sólo da placer a quien lo hace; que la curva del pecho que queda oculta al sol es una tierra ignota que muy pocos conocen. Mar sabía que si acaricias bien un pezón el orgasmo empieza mucho antes y se aplicó hasta provocar en Lola una cascada de sensaciones, yendo de menos a más, de lametones inocentes a leves a mordiscos, de caricias sutiles a pellizcos.
Mar no podía creer, la primera vez que le comió el coño, que fuera algo tan fácil y tan difícil a la vez. Llevada por su entusiasmo se adentró entre las piernas de Lola, lamió, acarició, exploró pliegues y recovecos, se quedó sin aliento más de una vez. Había olvidado que la pausa es su mejor amiga, que tenía todo el tiempo del mundo, que el sabor del coño de Lola en el paladar era algo para degustarse sin prisa.
Follarse a otra mujer fue como follarse a sí misma pero a lo bestia. Supo, sin pensarlo demasiado, dónde tocar, cómo tocar, cuándo tocar. Mar llevaba toda la vida practicando para ese momento, claro que entonces no lo sabía. Buscó el clítoris con los dedos, aplicando un movimiento rítmico, circular, constante. Cuando la respiración de Lola le indicó que era el momento, introdujo un dedo en el coño cálido y húmedo. Lola se movía sobre sobre su mano, acompasando el ritmo, buscando el roce, y los dedos se hundían en su carne tropezando con pliegues y bultos que arrancaban jadeos.
La primera vez que vio correrse a otra mujer resultó un espectáculo grandioso. El cuerpo se tensa, el coño aprieta y palpita, los suspiros hace rato que son gemidos, la cara adopta esa expresión de abandono, de estar en algún lugar muy lejano, suspendida sobre la realidad. Es imposible no amar esa cara. Y esa noche, Mar amó muchas veces la cara de Lola, porque tras el primero, siempre el más difícil, vinieron muchos orgasmos más, a veces en oleadas, a veces compartidos, a veces relajados. Ahítas de sexo, con las fosas nasales impregnadas del olor del deseo, entrelazadas las piernas, felices por haberse encontrado, apenas durmieron y no les importó.
Desde entonces, han sido muchas las primeras veces para Mar y Lola. Y aunque la novedad tiene su aquél excitante, saben que el verdadero privilegio es la oportunidad de explorar con calma y sin miedo los deseos. Mar se sabe una mujer afortunada. Por cada beso que ha dado, por cada risa que ha provocado, por cada caricia surgida de sus manos, por cada mirada expectante, por los mil y un deseos satisfechos, Lola le devuelve mucho más. Ahora Mar ya sabe que su amor es un amor caníbal, y esta mañana en que se siente distinta, mirándole a los ojos, le dice a Lola, tu piel me sabe a futuro y canela.
Mónica Quijano